El clímax de un millonario romance Capítulo 6

CAPÍTULO 6. 

Me acerco a él con paso dudoso, como si realmente me causara nerviosismo tenerlo tan cerca. 

¿Qué demonios hacía aquí? ¿Acaso me había esperado toda la noche? Una punzada de esperanza me irradia el pecho. Quería ocultar la sonrisa que había florecido en mis labios, pero era inútil. Verlo me causaba tanta sorpresa como felicidad. 

—¿Qué hace aquí señor Voelklein? —me atrevo a preguntarle, cruzándome de brazos una vez que llego frente a él. 

Me abrazo a mi abrigo, curiosa. Él se incorpora, sin dejar de sonreírme, rodea el coche y se posiciona frente a la puerta del conductor. 

—¿Acaso creía que iba a dejarla sola por si aquel hombre ebrio que se atrevió a insultarla decidía aparecer otra vez? No iba a permitirlo, señorita Steele —me dice con una seguridad inquietante—. Vamos, la llevaré al hotel. 

—¿Qué? 

—Mañana es domingo. Bueno, ya pasan de las doce, ya es domingo. Supongo que usted no trabaja este día ¿o sí? 

—No, no trabajo señor Voelklein. 

—Yo también estoy libre y usted también ¿qué le parece si hacemos un relato en la mañana? —me ofrece como si se tratara de una gran propuesta laboral. 

No iba a decirle que no. Era mi oportunidad de progresar como escritora y había esperado este encuentro hace ya mucho tiempo. Ansiaba saber con qué me sorprendía el hombre más guapo que vi desde que estoy en California. 

—Sí, por supuesto —acepto, mientras chillo por dentro. 

—Suba a la camioneta —ordena. 

Abro la puerta de su coche y subo. 

El olor a auto nuevo, a cuero tapizado exactamente, inunda mis fosas nasales. Las luces del interior se prenden apenas abrimos las puertas. Dios, incluso cuando me siento el asiento es cómodo. Los interiores de la Ram inician con una pantalla de 12 pulgadas que domina el panel de instrumentos. 

Echo la cabeza hacia atrás en el cabezal y cierro los ojos un instante dejando mi bolso en el regazo. Cierro la puerta tomándola de la manija y ya estoy dentro del coche de Matt Voelklein. Estoy emocionada, aunque no lo demuestro porque estoy tan agotada por el baile. Mis brazos se sienten algo entumecidos porque he sostenido mi propio peso en la barra. 

Escucho su portazo. Ya está dentro conmigo. Abro los ojos y lo encuentro mirándome. 

Me ruborizo. 

—No sabía que bailabas pole dance —confiesa, sin intenciones aún de poner en marcha el coche. 

—Tampoco sabía que asistías a club nocturnos —contraataco y ni siquiera sé por qué se lo digo con cierto recelo. 

Levanta las cejas, sorprendido. 

—Es la primera vez que asisto a uno. Quería un sitio tranquilo para beber algo. Esconderme del mundo por un rato. 

—No tienes por qué darme explicaciones —me rio. 

—No quiero que piense que soy esa clase de hombre. 

—¿Y qué clase de hombre es usted? —me atrevo a preguntar. 

Sonríe y desvía la mirada. 

—Yo le hice exactamente la misma pregunta y no respondió ¿lo recuerda? —dice, en tono burlón. 

Tiene razón. Él me preguntó qué clase de hombre era cuando intenté defenderme de aquel mensaje que envié por error. Dios, cada vez que recuerdo lo que hice me dan ganas de viajar al pasado y golpear en la cara a la Amy borracha. 

—Está bien, está en su derecho en no responder —me rio, mientras agacho la mirada hacia mi bolso —¿Por qué decide llevarme exactamente a un hotel? ¿Usted no tiene casa propia?  

Se remueve sobre el asiento, incomodo y enciende el coche. Este ruje, potente. Interesante carro. 

—Si la tengo, pero supongo que usted se sentirá más cómoda en uno de mis hoteles, donde podrán servirle lo que usted desee a la hora que quiera —entonces me mira directo a los ojos, con una cierta intensidad que me provoca un cosquilleo en el vientre—. Quiero ofrecerle todas las comodidades. 

—¿Dijo mis hoteles? 

Entonces mi madre tenía razón... 

—No pasará nada si sigo bailando para ella —insisto, con temor a que tome alguna medida que pueda poner en peligro a las bailarinas—. Ella no ha intentado llevar a cabo ese plan, pero me lo ha dejado en claro que si yo me voy de Zinza lo hará. Sé que lo hará. 

—¿Amas a tu madre? —pregunta con brusquedad, sus ojos cabreados siguen fijos en la carretera. 

—No. Ni siquiera puedo llamarla madre —musito, con recelo, dolida —. Fui criada por mis abuelos maternos en New York. Ambos fallecieron hace años y luego fui enviada nuevamente con ella, a los quince años porque era mi tutora legal. Nunca supe de ella hasta que ellos murieron ¿sabe? Mis abuelos fueron mis verdaderos padres. Beatriz me abandonó y se hizo cargo de mí luego de que supo que no le quedaba otra y descubrió mi habilidad en el baile. 

Me escucha con atención, asintiendo con aire profesional y no me interrumpe en ningún momento, aunque sé qué realmente está muy enojado. 

El silencio se establece entre los dos mientras avanzamos por la carretera. 

—No sabía que tanto dolor podía ocultarse en un alma tan pura —dice en un murmuro y sus palabras son una caricia entre tanta oscuridad que hay en mi vida. 

Estaciona un momento el coche, desviándose un poco hasta quedar a la orilla de la acera. No sé por qué lo hace y eso me tiene algo confundida. Saca el celular del bolsillo delantero de su pantalón y busca un numero en sus contactos. 

No me atrevo a preguntarle a quién llamará a esas horas de la noche. 

Se lleva el celular a la oreja, con la mirada hacia al frente, con la mandíbula tensa y con una decisión que desconozco. 

—Jeremy, hola —saluda, de repente y con una energía autoritaria—. Estoy interesado en un sitio…sí..., es una buena inversión. El sitio se llama Zinza, es un club nocturno, está ubicado en la calle Madelain al tres mil trecientos...sí. Cómpralo, no importa el costo. Necesito tenerlo cuanto antes. Sí. No. No. Buenas noches. 

Petrificada, lo miro con los ojos bien abiertos.  

—¿Qué acaba de hacer? —balbuceo, perpleja y mi voz sube dos octavas. 

Guarda el móvil y dirige toda su atención a mí. 

—Comprando su libertad, señorita Steele. 

 

 

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