Eso era lo que había dicho una y otra vez, no obstante, ese tonto chico estaba allí sonriente con su victoria, sentado junto a mí en el bus en el lado de la ventana, mientras yo tenía que conformarme con la silla que daba para el pasillo, sintiendo cómo la gente me ponía su trasero en la cara al pasar, y me golpeaban más de una vez.
Respiré profundamente, intentando con todas mis fuerzas no enfadarme conmigo misma ante lo débil que era con Jack o quizás era su forma de conseguir las cosas a como diera lugar, no era del todo mi culpa ceder a sus deseos después de todo.
Este, al ver mi ceño fruncido, tomó uno de mis brazos, jalándome en su dirección para abrazarme divertido con mi expresión de vergüenza ante sus actos y no se dignó a soltarme a pesar de mis protestas, así que sin más opciones tuve que dormir en su pecho durante todo el trayecto.
Salimos de Ellijay casi a las nueve de la mañana, en un bonito autobús que condujo por una larga hora, en dirección a la ciudad más cercana, pero ese no era nuestro destino, dado que el orfanato quedaba prácticamente en medio de la nada, así que nos bajamos en un extenso campo repleto de árboles sin hojas, y follaje de color blanco debido a la intensa nieve.
En aquella época el sol no se asomaba demasiado, así que todos los días eran grises, donde con solo respirar salía humo de tu boca, debido al espeluznante frío.
Jack llevaba nuestro equipaje al hombro y al ver que la autopista estaba desolada me tomó de la mano, dado que el camino que teníamos que recorrer era bastante largo y no era buena idea separarnos hasta lograr llegar a la villa donde había vivido gran parte de mi vida.
Anduvimos lentamente por un camino empedrado, vislumbrando a nuestro paso paisajes maravillosos.
Tras largos minutos, llegamos a una casa en lo profundo del bosque o mejor dicho una mansión, porque después de mi partida la habían remodelado, haciéndole una ampliación para poder acoger a más niños en ella.
Respiré profundamente, sintiendo cómo mi corazón se aceleraba al tener que soltarme del agarre de Jack, para poder entrar en la casa sin llamar demasiado la atención.
Para mi sorpresa, los niños no estaban jugueteando en los columpios o corriendo por el claro, quizás porque era difícil dar un solo paso entre ese espeso manto de nieve sobre el suelo.
—¿Quién es? —preguntó una voz de niño, cuando di tres toquecitos suaves sobre la puerta de madera.
—Lucy.
—¿Cuál Lucy? —inquirió una risita burlona al otro lado.
Jack, sin poderlo evitar, tuvo que cubrirse la boca con una de sus manos para no romper a reír.
—Vamos, Ryan… —bufé, poniendo mis ojos en blanco, no podía dejar de fastidiarme aun cuando ya no vivía con ellos, ese chiquillo siempre tenía que sacarme de mis casillas, era como un Jack, pero en miniatura—. Sabes que soy yo.
—Palabra clave —insistió.
—¡Ryan! —gruñí, dándole un golpecito más fuerte a la entrada, la cual sin más remedio tuvo que abrir de par en par, dejándome ver el cambio tan grande que había tenido en el último año en el que no lo había visto.
Ese tonto chico era el mayor de los que vivían por ahora en ese orfanato, tenía trece años, su piel morena se había oscurecido un poco, debido a las intensas horas de juego bajo el sol, sus ojos negros como el carbón brillaron al verme y una hermosa sonrisa se dibujó en su rostro cuando se dignó a abrazarme.
—¡Hermana Lucy!
—¿Qué otra Lucy conoces?
—¡Te extrañé! —ronroneó, dejándome sin aire ante la fuerza de su caricia.
—Y yo a ti —susurré, apartándolo suavemente, bajo la mirada un tanto recelosa de Jack sobre el pequeño chico.
Este, ni corto ni perezoso le sonrió con cierto desagrado, y al verlos odiarse sin siquiera conocerse, tuve que tomar un largo respiro, preparándome psicológicamente para lo que tendría que lidiar con ambos durante todo el día.
—Hola, soy Jack —se presentó el más alto agachándose un poco, quedando a la altura de los penetrantes ojos de Ryan, quien me miró con una de sus gruesas cejas levantadas, cuestionándome la presencia de un desconocido en nuestra casa.
—Es un amigo de Ellijay.
—¡Mamá Mónica, Lucy ha traído a un amigo! —gritó, haciéndome perder todo color en el rostro.
En verdad que era un chicuelo malvado, porque sabía muy bien que yo no tenía amigos, ni pareja, ni contacto con otras personas fuera de la casa hogar, y que de la nada llevara a alguien, era una alarmante señal que no se le escapaba a sus ojos examinadores.
—¿La hermana Lucy está aquí? —musitó la cálida voz de una niña.
—¡Lucy volvió! —aplaudió otro en la sala de estar, donde probablemente estaban tomando el desayuno.
—¿Desde cuándo Lucy tiene amigos? —refunfuño un niño, con confusión en su tono de voz—. ¡Debe ser una broma de Ryan!
—¡Dejan de hacer preguntas a mis espaldas y vengan a darme un abrazo de bienvenida!
Apenas escucharon mi voz, vinieron disparados a mi encuentro.
Me rodearon entre sonrisas, casi ocho niños de distintas edades, quienes mientras colgaban de mí, me decían miles de cosas que no lograba comprender ante el ruido que causaban, pero todo se llenó de una absoluta calma, cuando nuestra madre, apareció a la distancia con su delantal aun puesto.
Mónica Wolfang era una mujer que cruzaba por los cincuenta años, viuda y sin hijos, que se dedicaba a cuidar pequeñines que ni siquiera eran de su sangre con el amor de una verdadera madre.
Se aproximó a donde nos hallábamos aún parados, me observó de pies a cabeza inspeccionando que estuviera bien, sonrió con cariño al detenerse en mi cara y todos le abrieron un espacio para que pudiera darme un embriagador beso en la mejilla.
Lauren, por otro lado, tomó con cierto desagrado el juego de brazaletes, e intenté con todas mis fuerzas no enfadarme con su actitud, dado que era la más antipática de todas las niñas por mera naturaleza, aunque a veces se le bajaban un poco los humos y en esos momentos, nos llevábamos mejor que el resto del tiempo.
Por otro lado, Katia, con la humildad que la caracterizaba, tomó el listón para el cabello que había elegido especialmente, imaginándome aquel hermoso color azulado en su pelo castaño.
Para Blake, una caja de grageas de distintos sabores, que me había pedido en mi última visita, y para Brooke, obviamente un lindo peluche que no soltó en ningún momento desde que se lo entregué.
Los chicos se habían esparcido por cada rincón del primer piso de la casa, a compartir sus dulces, entre tanto, mi madre y Jack se habían sentado en el sofá de la sala de estar a continuar con su charla, dejándome a mí al otro lado de la estancia completamente sola.
Hablaban entre susurros, como si temieran que escuchara algo importante de su conversación.
Mónica mantenía un semblante pensativo, mientras escuchaba con atención todo lo que sea que ese tonto le comentaba.
—Mamá… —le llamé suavemente, extendiéndole con una tímida sonrisa aquel paquete, interrumpiendo su respuesta al más alto.
Ella me miró con sus ojos entrecerrados, se veía en su expresión lo apenada que se sentía para conmigo, ya que no le gustaba de a mucho que gastara mi dinero inútilmente según ella, pero eran cosas que a su edad le eran muy útiles, aún cuando lo negara.
Desenvolvió el regalo, encontrándose con un perfume, sus galletas de fresa, y unas cremas para la piel.
—No debiste, querida… —me dijo, tomándome de las manos—. Necesitas ese dinero.
—Está bien, mamá. —le aseguré para que no se preocupara más de lo necesario por mí—. Tenía dinero de sobra.
—¡Dale!
—¡No olviden abrigarse bien!
—Yo me encargo, mamá.
—Gracias, querida — suspiró aliviada de tenerme de regreso.
No era tan sencillo criar a nueve niños revoltosos por su cuenta, y aunque tenía voluntarios entre semana acompañándola, los fines de semana eran todo un calvario; ya que los chicos siempre armaban peleas, o hacían locuras que ella debía de arreglar.
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