— Profesora Cassini, que grata sorpresa —dijo el profesor Hugo, apareciendo con una bolsa llena de pelotas de futbol en la mano. Por lo visto, acababa de terminar una clase.
— Qué tal, profesor —saludé, manteniendo la formalidad.
— La veo media de capa caída ¿O es idea mía? —preguntó.
— Digamos que no estoy en el mejor momento de mi vida —contesté.
— ¿Quiere hablar sobre eso?
— No lo sé, pero lo acompaño, hay lugares de la escuela que todavía no conozco.
— Bueno, hay lugares que es mejor que una señorita como usted no conozca —dijo él. Caminamos un trecho, en donde nos metimos en un largo pasillo oscuro.
— Se sorprendería si le dijera los lugares en donde he estado —comenté, sintiendo su penetrante mirada.
— ¿Ah, sí? —dijo, cambiando el tono de voz—. ¿Y por qué no me dice uno?
— Prefiero no decirlo.
— Una chica misteriosa.
— Es que las mujeres nos vemos obligadas a guardar muchos secretos. Estoy segura de que su esposa también los tiene —dije.
— Espero que no sean muchos —comentó él, abriendo la puerta de un cuarto pequeño que estaba al final del pasillo—. Bienvenida a mi oficina —agregó.
Me metí adentro. Cerré la puerta. Había un montón de estantes con pelotas, cuerdas, silbatos colgando, y otros tantos elementos de educación física. Al final del pequeño espacio, había un escritorio.
— Parece un lugar solitario —dije.
— Es que solo vengo yo. No hay nadie más que tenga algo que hacer en este lugar —comentó, y después agregó—: Salvo las profesoras lindas y curiosas.
— Qué pensaría su mujer si se enterara de que me dijo que soy linda.
— No creo que se entere ¿Piensa contárselo?
— En mi experiencia, yo siempre fui la reservada. Son los hombres los que tienen la costumbre de abrir la boca más de la cuenta —Hugo se me acercó, y me empujó hasta el escritorio—. ¿Qué hace? —le pregunté, inmediatamente después de esquivar un beso suyo.
— Me volvés loco —contestó.
— Usted se vuelve loco con mucha facilidad.
— Ah pero estás empapada, putita —me dijo él, agarrándome de las caderas, y metiéndomela una vez más.
Me había preguntado cuánto tardaría en decirme eso: Puta, putita, trolita, daba lo mismo. Los hombres no tardaban en calificarme de esa manera. Era un tema que daba para un debate, pero en ese momento, sintiendo la verga del profesor Hugo metiéndose, totalmente erecta adentro mío, sólo tenía la cabeza para percibir mis sensaciones: excitación, frustración, temor a ser descubierta, miedo al futuro incierto. Todo eso sentía mientras Hugo me cogía en ese viejo escritorio de ese ruinoso cuartucho de escuela.
— ¡Ay, me vengo! —dije, entre jadeos.
Hugo me tapó la boca con su mano. Lo hizo con violencia. Metió dos dedos en ella. Sentía sus muslos chocando una y otra vez conmigo. Tuve que morderle los dedos para reprimir el impacto del orgasmo. Pero de todas formas mi garganta largó un sonido gutural, más de animal que de mujer. Si alguien pasaba, a unos cincuenta metros de la puerta de entrada, me hubiera oído. Pero qué más daba, ya de por sí era arriesgado coger en la escuela donde una trabajaba.
Quedé temblorosa, apoyada en el escritorio. El orgasmo aún atravesaba mi cuerpo, de punta a punta.
— Sos hipersensible —comentó Hugo.
— Sí —respondí, recordando lo caliente que me había puesto cuando Ricky apenas había rozado mi pierna—. Esto es una cosa de una sola vez —aclaré después, aunque temía que estaba mintiendo.
— Claro —dijo Hugo.
Dudaba de que alguien como él se conformara con eso. Tendría que soportar que me buscara, y seguramente en algún momento me rendiría y le daría lo que quería. Ya estaba hecho. Había vuelto a ser la misma Delfina que me había hundido en la soledad y la desesperación. Pero así y todo, ¡qué bien se sentía mi cuerpo!
Salí antes que él, para que nadie sospechara nada. Me fui en mi auto. Me alejé de la escuela, pero no fui a casa. Estuve un par de horas dando vueltas. Mejor con un profesor que con un alumno, me repetía, sabiendo lo fácil que sería para muchos de ellos hacer que me abriera de piernas. Al menos ahora tenía con quién desahogarme, en caso de emergencias.
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