— Profesora Cassini, que grata sorpresa —dijo el profesor Hugo, apareciendo con una bolsa llena de pelotas de futbol en la mano. Por lo visto, acababa de terminar una clase.
— Qué tal, profesor —saludé, manteniendo la formalidad.
— La veo media de capa caída ¿O es idea mía? —preguntó.
— Digamos que no estoy en el mejor momento de mi vida —contesté.
— ¿Quiere hablar sobre eso?
— No lo sé, pero lo acompaño, hay lugares de la escuela que todavía no conozco.
— Bueno, hay lugares que es mejor que una señorita como usted no conozca —dijo él. Caminamos un trecho, en donde nos metimos en un largo pasillo oscuro.
— Se sorprendería si le dijera los lugares en donde he estado —comenté, sintiendo su penetrante mirada.
— ¿Ah, sí? —dijo, cambiando el tono de voz—. ¿Y por qué no me dice uno?
— Prefiero no decirlo.
— Una chica misteriosa.
— Es que las mujeres nos vemos obligadas a guardar muchos secretos. Estoy segura de que su esposa también los tiene —dije.
— Espero que no sean muchos —comentó él, abriendo la puerta de un cuarto pequeño que estaba al final del pasillo—. Bienvenida a mi oficina —agregó.
Me metí adentro. Cerré la puerta. Había un montón de estantes con pelotas, cuerdas, silbatos colgando, y otros tantos elementos de educación física. Al final del pequeño espacio, había un escritorio.
— Parece un lugar solitario —dije.
— Es que solo vengo yo. No hay nadie más que tenga algo que hacer en este lugar —comentó, y después agregó—: Salvo las profesoras lindas y curiosas.
— Qué pensaría su mujer si se enterara de que me dijo que soy linda.
— No creo que se entere ¿Piensa contárselo?
— En mi experiencia, yo siempre fui la reservada. Son los hombres los que tienen la costumbre de abrir la boca más de la cuenta —Hugo se me acercó, y me empujó hasta el escritorio—. ¿Qué hace? —le pregunté, inmediatamente después de esquivar un beso suyo.
— Me volvés loco —contestó.
— Usted se vuelve loco con mucha facilidad.
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