Sabía que no tardaría en volver a recaer, y no solo eso, sino que la tolerancia empezaría a hacerse presente. Al igual que cualquier otra adicción, mi cuerpo necesitaría de mayor cantidad de vergas para alcanzar la plenitud. Y mientras más pasaba el tiempo, peor se pondría la cosa.
Pero realmente no tenía en mente hacer que suceda lo que ocurrió esa tarde del miércoles. La verdad es que no se me había pasado por la cabeza. Digo, había tenido pensamientos moralmente cuestionables, eso es cierto, pero cuando pensaba seriamente en volver a mi vida promiscua, tenía en mente a Hugo, o a algún otro profesor. Incluso había pensado en Enrique, un vecino maduro que siempre se mostraba extremadamente amable conmigo.
Pero la vida a veces da sorpresas. Las cosas ocurrieron así:
Tengo como costumbre mandar a hacer las compras a mi hijo. Sobre todo cuando hay que traer muchas cosas. La idea es que yo pase el menor tiempo posible expuesta a situaciones peligrosas, por decirlo de alguna manera. Él no sabe nada de eso, claro está. La verdad es que ese día agradecí que mi chico tuviera la iniciativa de preguntarme qué hacía falta para la casa, e ir a comprarlas, porque si no lo hacía, era casi seguro que yo saldría e instintivamente buscaría a alguien que me alivie la creciente excitación que sentía cuando recordaba cómo Hugo me poseía en su oficina. Y es que me encontraba en esos días en los que necesitaba una verga con urgencia.
La verdad es que el del profesor de Educación física no había sido el mejor polvo de mi vida, ni de lejos. De hecho, viéndolo en retrospectiva, creo que fue bastante rápida la cosa. Pero yo estaba tan excitada, que hubiera logrado hacerme acabar con sólo usar sus manos. La adrenalina que me generaba el miedo a ser descubiertos era otro condimento interesante. Ahora Hugo se atribuía el goce que yo había alcanzado en ese momento. Se pavoneaba cada vez que me veía, como si yo fuera una groupie y él el cantante de una banda de rock. Eso sí, a la hora de la verdad, ponía excusas. Ya habían pasado dos días de aquello, y no me había propuesto una segunda cita en su oficina.
Pero en fin, la cuestión es que mi hijo se fue al supermercado, protegiéndome, sin saberlo, de mi adicción. O al menos eso creí en ese momento.
— En una hora vienen los chicos a hacer el trabajo práctico, pero seguro que yo ya voy a estar acá para entonces —dijo, antes de irse.
Creo que no pasó ni cinco minutos, que el timbre sonó. Me pareció extraño. No esperaba ningún paquete del correo y faltaba mucho para que los compañeros de mi hijo llegaran. Abrí la puerta, para encontrarme con un jovencito de rulos, con el bello rostro lleno de lunares, al que yo bien conocía. Era alto, y siempre se mostraba serio y respetuoso. Además, era uno de los mejores alumnos de la clase.
— Señor Ceballos —dije, al reconocer a Ernesto.
— Profesora Cassini. Hola. Perdón, creo que llegué demasiado temprano.
— No importa, podés esperar adentro —dije, haciéndolo pasar.
— Ah, entonces ¿Lucas no se encuentra?
— Justamente te iba a decir que me alegraba de que mi hijo tuviera de amigo a alguien tan responsable como vos. Pero quizás me equivoqué al juzgarte.
— Para nada, era solo una broma —explicó él, aunque era obvio que yo la había interpretado de esa manera.
Me senté en el sofá, y el simpático chico lo hizo frente a mí. Me crucé de piernas. Él mantuvo sus ojos en los míos, pero estaba segura de que, desde la distancia en la que estábamos, tenía una visión de mi cuerpo lo suficientemente amplia como para percatarse de que ahora mi muslo derecho se dejaba ver con mayor descaro, pues la tela se había levantado cuando coloqué una pierna encima de la otra.
— ¿Y por qué no tomás alcohol entonces? —dije, haciendo la pregunta obvia.
— Porque no me gusta perder el control de mis sentidos —contestó, con total seguridad. Una respuesta ensayada, como parecía que era todo lo que decía. Me perturbaba ver tanto aplomo en un muchacho tan joven, que según tenía entendido, apenas había cumplido los dieciocho.
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