MADRE (Secretos) romance Capítulo 20

Me preguntaba si era virgen. Lo más probable era que sí, ya que si bien se mostraba muy pasional, me manoseaba con torpeza y brusquedad.

               Corrí la cara nuevamente, sus labios húmedos quedaron pegados a mi mejilla, y luego bajaron lentamente hasta mi cuello. Sentir su lengua saboreándolo, fue la gota que rebalsó el vaso.

— Esperá —dije—. Vamos a mi cuarto.

               Ernesto, por primera vez, se mostró sorprendido. Parecía que en su imaginación realmente estaba decidido a tomarme por la fuerza. Me quitó las manos de encima, cosa que pareció costarle mucho hacer, y me siguió hasta mi habitación.

               Saqué un paquete de preservativos de un cajón, y me senté en la orilla de la cama. El chico se paró frente a mí. Su entrepierna estaba a la altura de mi cabeza. Se desabrochó el pantalón, y lo dejó caer hasta los tobillos. Yo agarré el elástico de su ropa interior, con la ansiedad de una niña que está a punto de abrir un paquete de regalo. Se lo bajé hasta las rodillas. Un poderoso instrumento apareció ante mi vista.

— Qué grande —dije, sabiendo que era uno de los mejores cumplidos que se le podía hacer a un hombre, aunque no por eso dejaba de ser sincera.

               Agarré el tronco. Era increíblemente rígido, de una dureza que difícilmente tenían los hombres con los que solía acostarme, que normalmente pasaban los treinta. Metí mi otra mano en mi boca, y llené mis dedos de saliva, para luego frotar con ellos el glande. Ernesto se estremeció de placer.

— Se siente increíble —dijo.

— Y ya verás cómo se siente esto —comenté yo.

               Arrimé mi boca, y me llevé el falo adentro. Sentía la mano de mi alumno acariciando mi cabeza con ternura cuando reciben una buena mamada, y escuchaba los gemidos de placer cuando mi lengua jugaba con su verga.

               Dejé de hacerlo. Lo miré desde abajo, con una sonrisa traviesa. Él me acarició el rostro.

— No pares, por favor —suplicó.

— Voy a parar —dije. Él se mostró terriblemente decepcionado. Parecía que al estar en la intimidad conmigo, todas sus defensas se bajaban, y ahora era muy fácil interpretar cada gesto que hacía—. Voy a parar, porque quiero que me cojas.

               Como para que se contente, lamí su verga un rato más, dejándola llena de saliva, para dejar de hacerlo cuando empecé a sentir el sabor del viscoso presemen. Luego le entregué el preservativo. Él agarró el paquete, mordió el plástico que lo envolvía, y sacó el profiláctico de adentro. Se quedó mirándolo. Me dio la impresión de que dudaba de qué lado debía ponérselo. Lo colocó en el glande y empezó a desenrollarlo. Pero le estaba costando hacerlo. No pude evitar soltar una risita.

— Dejame a mí —dije, y ayudé a ponérselo. Me subí a la cama. Me levanté la pollera, y me quité la tanga—. Es tu primera vez ¿No? —pregunté.

— Sí —reconoció él, sin ningún problema.

— No te preocupes. Lo único que tenés que hacer es meter esa cosa acá —dije, soltando una risa, mientras señalaba mi sexo.

— Si me prometés que vas a guardar este secreto, quizás la próxima vez… —prometí. Estaba claro que en ese momento no estaba pensando en las consecuencias de mis actos. Tanto así que hasta pensaba en volver a repetir lo de hacía un rato.

— Claro. No voy a decir nunca nada. Este va a ser nuestro secreto —aseguró el chico, para luego darme un beso muy tierno.

               Lo cierto era que si se la mamaba hasta hacerlo acabar, como él pretendía, no iba a tener tiempo de que me echara otro polvo, y yo lo que quería era venirme de una buena vez.

               Se salió de la cama, y se colocó el pantalón. Yo no me puse la tanga. Tenía que limpiarme, ya que era probable que el olor de mis flujos se percibiera. Ernesto había dejado el preservativo usado sobre la cama. Lo agarré y fui a tirarlo al inodoro. Cuando volví al cuarto me agarró de la cintura y me besó.

— Ahora a disimular —dije.

               Diez minutos después, los otros dos compañeros de mi hijo tocaron el timbre, y en un lapso de tiempo similar, llegó él.

               Fui varias veces al comedor, donde estaban haciendo el trabajo práctico. Ernesto disimulaba a la perfección, manteniendo su aplomo. Ni siquiera me miró de reojo, cosa que de hecho hirió mi ego. Nadie sospecharía que acabábamos de tener sexo.

               Y ahora tenía que volver a complacerlo. Debía controlarlo, asegurarme de que mantuviera el secreto, y para eso, tenía que tenerlo contento.

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