MADRE (Secretos) romance Capítulo 32

Estaba vestida de manera muy parecida a como había lucido en su primer día de clases. Una falda que le llegaba hasta las rodillas, una camisa blanca. Encima de ella, un lindo chaleco de lana. El pelo recogido, que resaltaba sus hermosas facciones. Pero su sonrisa se había esfumado. Su hermosa sonrisa que hacía que sus mejillas se hundieran.

                —¿Fuiste a dar clases? —le pregunté, sorprendido—¿No habías renunciado?

                —No te preocupes. Esta fue mi última clase —dijo ella.

                Empecé a atar cabos, hasta que creí darme cuenta de lo que había sucedido. Mamá fue a su cuarto, ocultando la cara, como si estuviera a punto de llorar. La seguí.

                —Má, ¿Querés que pida algo para que almorcemos? —pregunté, al abrir la puerta.

                Ella estaba con la cara hundida en la almohada, boca abajo. Me asusté mucho al verla así. Me acosté a su lado, y la abracé.

                —Contame lo que pasó —le dije. Ella negó con la cabeza—. Entonces… escribilo. Escribí lo que pasó —le sugerí.  

                Sacó su rostro de la almohada. Me miró, totalmente desconcertada. Sus mejillas estaban bañadas en lágrimas.

                —Quizás hacer un diario te ayude —dije.

                —Quizás termina siendo peor —respondió  ella.

                Me quedé un rato, consolándola. Pasó toda la tarde dentro de su cuarto. Yo me sentía completamente impotente. Por la noche, no me sorprendió encontrarme con un nuevo relato suyo. Como de costumbre, ella solo usó iniciales, pero al trascribirlo, yo pondré los nombres reales. Además, también omitiré partes que ya fueron contadas por mí. El relato decía así:

La última humillación

                Estaba llegando a un punto en el que ya ni siquiera alcanzaba a disfrutar de las relaciones sexuales. Sí en lo físico, obviamente, ya que, como saben, mi cuerpo no me pertenece cuando tengo a un macho alzado cerca de mí. Pero después de haberme dejado poseer por mis tres alumnos, me sentí una cosa. De hecho, ellos me habían tratado como a un objeto. Aunque no puedo echarles la culpa de mi estado de ánimo. No del todo. Yo era la principal responsable de lo que había sucedido. Yo, y mi maldita debilidad por la verga. Yo y mi sumisión. Doblegarme psicológicamente parecía ser más fácil que hacer un asiento contable, pues lo segundo la mayoría de los alumnos lo hacían mal, mientras que lo primero…

                Pero el camino de Mujerinsaciable estaba llegando a su fin. Eso lo creía yo. De hecho, la razón por la que volví a publicar, además del hecho de que el apoyo de algunos me resulta muy reconfortante, es que pensaba volver a recuperar el control de mi vida. Sí, liberarme de alumnoperverso me había costado caro. Pero por fin había podido lograr que dejara de escribirme para extorsionarme. Hasta me había dado el lujo de contar aquí el último relato, para que supiera que ya no le tenía miedo. Si él había activado una bomba con la que podía destruir mi vida, yo había hecho algo parecido al poner en su contra a Ricky y sus amigos. Y bien calladito que se quedó el chantajista por un buen tiempo.

                Ahora solo quedaba huir. Dejar que el tiempo hiciera desaparecer la obsesión que algunos tenían conmigo, y de esa manera que las armas que usaban para someterme fueran cada vez menos efectivas. Empezar en otro lugar, fuera del alcance de chicos con la ese nivel de lujuria.

                Quizás algún optimista se preguntará si acaso entonces realmente este es el final para Mujerinsaciable. Bueno, al menos espero que sea el final para esta etapa en donde me dejé arrastrar por la lascivia de unos niños. Mientras escribo esto, estoy decidida a no volver a aceptar ninguna extorsión. Si algún machito dominante amenaza con poner en riesgo mi imagen y mi carrera profesional, que lo haga y punto. Ya me comuniqué de nuevo con mi bondadosa psicóloga. Ella me ayudará a contenerme. Si todo este martirio sirvió para algo, fue para decidirme a volver a tratarme. Y si acaso caigo de nuevo en la exacerbada promiscuidad que me caracterizó durante buena parte de  mi adultez, no lo haría a expensas de la felicidad de mi hijo.

                Mi hijo… Mi niño. No suelo hablar de él acá, porque me siento sucia de solo nombrarlo en este contexto. Pero cada día que pasa me doy cuenta de que es el único hombre del mundo que vale la pena.

                Pero bueno, llegó la hora de meterme en el tema que me hizo escribir este relato.

Quizás fue el orgullo el que de empujó ir a ese último día de clases. Quizás quería ver cómo Lucio se carcomía por dentro al entender que ya no podría volver a someterme como antes, mucho menos en mitad de la clase. Estaba molesta con Ricky y los otros por haber sido tan imbéciles de hablar de más, y sobre todo, por hacer que mi hijo escuchara las tonterías que decían sobre mí. Pero todavía los necesitaba de mi lado. Quizás ese enojo me serviría si era necesario darle otro susto al diabólico Lucio. Les exigiría ese favor como recompensa por haber provocado el ataque de ira de Lucas, y ellos no podrían exigirme nada a cambio. Estaban en deuda conmigo.

                Después de mucho tiempo, me puse la ropa más sobria que tenía. Una falda beige, un chaleco de lana, y una camisa blanca. Como me había señalado mi hijo en la primera clase, parecía más una seria oficinista que una maestra.

                Atravesé los corredores llenos de adolescentes alborotados. Me di cuenta de que realmente necesitaba decirle adiós a ese lugar. Necesitaba estar una última vez como profesora. Mi hipersexualidad me había hecho perder la identidad hasta el punto en que, sin darme cuenta, había aceptado sin chistar mi papel de juguete sexual. Era una mujer de treinta y tres años que había perdido el control sobre mí misma. Pero ese día, esa mañana, en esa escuela, lo recuperaría.

                Supongo que debí percatarme de que había algo raro apenas entré al aula. Se suponía que los chicos acababan de terminar la clase de literatura, que estaba antes que la mía, y que ahora estaban en recreo. Pero en el salón solamente había un puñado de pupitres con las mochilas en los asientos. Los demás se encontraban vacíos. Se me ocurrió que quizás el profesor de literatura se había ausentado de manera imprevista, y entonces la mayoría de los chicos había decidido volver a sus respectivas casas. Pero si ese fuera el caso, alguien de secretaría se hubiera comunicado conmigo, para que adelantara mi clase y así evitar justamente lo que yo imaginaba que había sucedido. Pero nadie me había llamado…

                Esperé unos minutos en mi escritorio. Entonces entraron dos chicos. Gonzalo y Fabián. Este último era otro de los chicos del fondo. Era un muchacho de risos rubios y montones de pecas. Me puse nerviosa al estar casi a solas con uno de los chicos con los que me había acostado hacía una semana. Más aun teniendo en cuenta que el otro era su amigo, y era muy probable que se hubiera enterado de algo. Era obvio que les convenía guardar el secreto, ya que si me delataban perderían cualquier posibilidad de repetir la orgía de aquella vez (no es que la tuvieran, pero ellos debían pensar que sí). Pero con unos adolescentes nunca se sabía. Lo saludé con seriedad. En su pómulo derecho todavía había una hinchazón, producto del salvaje golpe recibido hacía tres días.

                —Hola Profe. Qué bueno verla —dijo, con su sonrisa fanfarrona de siempre.

                Luego entraron Leonardo, un chico tan delgado y alto como Gonzalo, pero que a diferencia del primero rara vez causaba problemas, y además tenía un extraño peinado que hacía que parte de su cara permaneciera oculta; Orlando, un rubio musculoso (demasiado para ser un chico de quince años) de ojos verdes; y Juan Carlos, un petiso de dientes separados y cabello enmarañado.

                Sentí cierto alivio ante la presencia de estos tres alumnos, que no eran unos lamebotas de Ricky.    

                —¿Alguien me puede explicar qué pasa que hay tantos ausentes? —pregunté.

                Los presentes se limitaron a encogerse de hombros.

                —Por lo visto alguien organizó un faltazo —dijo Ricky, entrando por la puerta. Sentí un escalofrío recorriendo mi espalda al ver que detrás de él ingresaban Enzo y Lucio—¿No habrá sido obra tuya, degenerado? —dijo después, golpeando con la palma de la mano al chico de anteojos.

                Lucio pareció encogerse, totalmente intimidado por el otro.

                —Nosotros somos sus alumnos fieles —dijo Enzo, mientras ponía su enorme cuerpo en el pupitre. Me guió el ojo. Un guiño que seguramente reflejaba el recuerdo de ciertos momentos que habíamos compartido—. Aunque los vagos quieran faltar, nosotros siempre estaremos acá.

                —Bueno, dejemos las payasadas de lado, y díganme si pudieron hacer los ejercicios de la clase pasada —dije, cortándolo en seco.

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