MADRE (Secretos) romance Capítulo 33

Este último se acercó por adelante. Agarró la falda desde abajo y comenzó a levantarla, hasta que quedó bastante por encima de las rodillas. Luego empezó a frotar mi muslo con vehemencia.

                Yo no daba crédito a lo que estaba pensando. Mi cabeza apenas podía procesarlo. Sentía las tres manos ansiosas invadiendo mi cuerpo, pero no atinaba a reaccionar. Tenía consciencia de que me encontraba en el salón de clases, siendo manoseada por mis alumnos, pero de alguna manera todo resultaba tan irreal que parecía estar soñando.

                —Pero… ¿y ellos? —dije, cuando recuperé algo de cordura, señalando a Leonardo, Juan Carlos y Orlando. Ellos tres eran buenos alumnos, que en general pasaban desapercibidos. Nunca los había considerado parte del grupo de Ricky. Aunque ahora se veían hipnotizados viéndonos, como si estuvieran disfrutando de una película. Solo les faltaban los pochoclos.

                —Estos boludos no se enteraron de que no había que venir. Y gracias a eso se sacaron la lotería —explicó Ricky.

                —Chicos. Ustedes no son así —dije, acudiendo a ese trío de muchachos a quienes siempre consideré educados y poco problemáticos—. No dejen que me hagan esto —supliqué, aunque yo misma no estaba haciendo nada para que dejaran de hacerlo. Al contrario, estaba quieta como una estatua, mientras desde atrás y adelante los chicos introducían sus manos cada vez más adentro de la pollera.

                Juan Carlos miró a los otros, dudando. Pero no tardó en tragar saliva y agachar la cabeza, sonrojado. Era el más pequeño de todos, por lo que imaginé que se consideraba demasiado débil como para imponerse a todos los demás. O quizás simplemente le pareció demasiado erótica la imagen que tenía ante sus ojos, y no le daba la ganas hacer algo para que se interrumpiera. 

                —No pueden hacer nada acá. No pueden. Cualquiera puede entrar —dije, mirando aterrada hacia la puerta, apelando vanamente a su razón. Ahora Ricky había llegado hasta donde estaba mi braga, y acariciaba mis nalgas con las manos sudorosas.

                Lo cierto era que era muy raro que algún otro profesor entrara. También era cierto que desde el pasillo solo se podía ver parte del aula, a través del vidrio que tenía la parte superior de la puerta. Y aunque alguno estirase el cogote para ver qué pasaba adentro (cosa bastante improbable), no podría ver, desde ese ángulo, y sobre todo, desde esa altura, el salón al completo. Era un pequeño salón que estaba en el fondo y tenía las persianas completamente cerradas, pues el sol entraba de lleno cuando estaban levantadas, y generaba molestias. Era increíble que esos detalles edilicios y climáticos contribuyeran a que en ese momento estuviera siendo abusada por mis alumnos, sin que ellos corrieran demasiado riesgo de ser descubiertos.  

                —Ya se imaginará lo que puedo hacer con solo tocar este botón —dijo Lucio, que miraba fascinado mi expresión de derrota, mientras sus nuevos amigos me metían mano.

                No tenía mucho en qué pensar. Me tenían acorralada. Había tenido relaciones sexuales con mis alumnos. Eso significaba mi despido deshonroso de la escuela y la prohibición de volver a trabajar en cualquier institución educativa. Además, un caso tan peculiar como ese podría convertirse en una noticia que se conocería a nivel nacional, ya que no había sido un amorío con un chico en particular, sino que había estado con cinco de ellos, y en una ocasión había participado en una fiesta sexual con tres a la vez.

                Me sentí adentro de una berreta película pornográfica, de esas que tienen actrices malísimas y un guion inverosímil. Me deprime pensar que mi vida se asemeja tanto a este tipo de filmes.

                —Bueno, sigamos lo planeado —dijo Lucio.

                Agarró la notebook y volvió a sentarse en su lugar. Mantenía su mano muy cerca del teclado. Seguramente tenía preparado un email para ser enviado a la escuela, y a quien él consideraba necesario enviarlo para arruinarme la vida. Esa simple tecla de plástico era un maldito detonador con el que podía controlar mi voluntad.

                —¿En serio vamos a dejar que él diga cómo tenemos que hacer las cosas? —preguntó Gonzalo, indignado, sacando la mano de adentro de mi falda.

                —Gracias a él nos la cogimos la otra vez —dijo Ricky, que también había desistido de su ultraje, cosa que me asombró—. Además, tiene razón. Si nos la queremos enfiestar acá todos juntos, va a ser un descontrol. Tenemos que calmarnos y hacer las cosas como lo planeamos. Paso a paso, con cuidado. Además, ya la tenemos dominada a la profe.

                Por fin entendía, al menos en parte, lo que había ocurrido la otra semana. Por eso los chicos se habían mostrado tan decididos a poseerme, incluso cuando en principio me había negado. Lejos de haber asustado a Lucio, este último los había convencido de lo fácil que sería acostarse conmigo, y hasta les había dado consejos para lograrlo. Y ahora era él el responsable de que las cosas se dieran de esta manera.

                Se fueron colocando cada uno en sus asientos. No se me escapó el detalle de que por esta vez no se sentaron en el fondo, como de costumbre, sino que eligieron pupitres que estaban a mitad del salón, y algunos se pusieron muy cerca de la primera fila. Yo miré la puerta, sin poder evitar sentir el impulso de salir corriendo, pero el miedo a las consecuencias que podría generar mi huida me impedían dar el primer paso.

                —Me voy a poner de campana, por las dudas —dijo Enzo, percatándose de lo que pasaba, yendo hasta la puerta, cubriendo la única salida que había para esa cárcel que en ese momento era el aula donde debería estar dictando clases. De todas formas, no iba a tener el valor de escaparme.

                —Profesora —dijo Lucio. La voz le salió algo temblorosa. El mocoso estaba nervioso. Pero de todas formas, tenía una determinación que pocas veces había visto. Esa misma determinación con la que había logrado someterme la vez que fui a su casa, resuelta a terminar con todo esa locura de una vez—. Vaya a aquel rincón —ordenó después, señalando la esquina más alejada de la puerta.

                Me imaginé que ahí sería donde, uno a uno, me violarían. Evidentemente Lucio lo pensó todo con lujo de detalle. En ese rincón nadie podría ver desde afuera, incluso si algún curioso se pusiera de puntas de pie para mirar hacia adentro, le sería imposible alcanzar a visualizar ese sector del aula.  

                —Aunque no se pueda ver desde afuera, si entra alguien ¿Qué? —pregunté—. ¿Y si me hacen gritar? ¿De verdad piensan que podemos hacer algo acá? El sexo es ruidoso y ustedes son como animales. ¿Piensan que se van a poder controlar? En menos de quince minutos va a entrar alguien a  ver qué está sucediendo acá.

                Miré, suplicante, a Juan Carlos y a los otros dos, quienes parecían ser los eslabones más débiles de esa cadena. Pero esta vez ni siquiera agacharon la cabeza. Me miraban arriba abajo, con hambre, y eso que estaba usando ropas para nada sexys. La mayoría de ellos debían de ser vírgenes, y tenían la oportunidad de iniciarse en la vida sexual de la mano de su joven y linda profesora. Un adolescente alzado nunca desaprovecharía una oportunidad como esa. Fui una necia al pensar que podía persuadirlos.

                —No se preocupe, no vamos a correr ningún riesgo —aseguró Lucio, que, por la manera que hablaba, parecía haberse tragado a un villano de una película de espionaje—. Tiene diez segundos para ir hasta allá —Advirtió después.

                Por primera vez me di cuenta de que detrás de esos anteojos había una mirada rebosante de locura. Muy a mi pesar, obedecí. Mientras caminaba hacia ese rincón que sería mi perdición, sentí que las piernas me temblaban, y que mi sexo palpitaba. Mi hipersexualidad salía a jugarme otra mala pasada. El miedo a ser descubierta, el hecho de verme rodeada de

tantos machitos alzados, la certeza de saber que pronto entrarían en mi cuerpo tantas vergas erectas, la curiosidad de saber qué sería lo que me harían, y el sentirme totalmente sometida a la voluntad de esos niños, sobre todo a la de Lucio. Todos esos factores hacían que mi sexo largara flujos. Sentí, avergonzada, que mi ropa interior se había mojado.

                —El pibe anda muy bien —dijo Fabián, en aprobación a la manera en que Lucio me estaba dominando. Ricky asintió con un gruñido.

                —Ahora quítese la bombacha… —dijo Lucio. Hizo una sonrisa retorcida, como si hubiera recordado algo muy gracioso—. O como dirían nuestros amigos españoles: quítese las bragas —dijo después.

                La jocosa utilización de la jerga extranjera hacía alusión al hecho de que él tenía conmigo un vínculo mucho más fuerte que el que tenía con cualquiera de los presentes. Algo que, por más que me pesara, no dejaba de ser cierto, pues es el único con el que comparto este espacio virtual.

                —No. Es que… Me vino, así que no puedo hacer nada de eso —mentí, más que nada porque no quería que notaran mi bombacha mojada.

                —¿Y desde cuándo el hecho de estar menstruando es impedimento para que una mujer coja? —preguntó Gonzalo, alzando la voz más de lo conveniente.

                —Idiota ¿Querés que nos escuche alguien y se nos acabe la joda antes de empezar? —lo retó Ricky, furioso—. Sigamos haciendo lo que planeamos, que nos está yendo bien.

                —Está bien, está bien, sigamos haciendo lo que planeó el mamerto aquel —aceptó Gonzalo, no sin atacar a Lucio. Por lo visto no podía terminar de aceptar que el marginado del salón estuviera entre ellos.

                —Pero el pibe sabe lo que hace —lo escuché susurrar a Fabián—. Sigamos el plan, como dice Ricky.

                Gonzalo resopló, y finalmente cerró la boca. Supongo que prefería tragarse el orgullo antes que ponerse a los demás en contra.

                —Profe, déjese de estupideces y quítese la ropa interior —intervino nuevamente Lucio, implacable—. Hágalo despacio, pero empiece ahora mismo.

                Le clavé una mirada de indignación. Después de todo, cada cosa que hiciera en las próximas dos horas sería porque esos chicos ejercían coerción sobre mi persona. El hecho de que yo no pudiera evitar sentirme excitada por la situación no les quitaba responsabilidad. Menos aún teniendo en cuenta que hasta el momento ellos no sabían de mis problemas sexuales. Salvo Lucio, obviamente.

                Me incliné, sintiéndome una niña que era obligada a hacer una tarea que detestaba. Levanté la pollera hasta los muslos. Enzo silbó desde la puerta, al ver mis gambas cada vez más desnudas. Agarré la tela que cubría mi pelvis y empecé a tironear hacia abajo, sintiendo el elástico de la cintura apretando y arañando mi piel mientras bajaba. Cuando la ropa íntima apareció a la vista de todos, los ocho presentes se deleitaron al ver ese simple pedazo de tela. Cuando llegó a los tobillos, levanté un pie a la vez y me la quité.  

                —Mentirosa —dijo Gonzalo, aunque no parecía para nada disgustado.

                —Agarre la prenda desde los extremos y levántela por encima de su cabeza —dijo Lucio.

                De verdad parecía que el mocoso estaba leyendo un guion de una mala película de acción. Hacía muy bien su papel de antagonista. El problema es que esta historia no tenía a un héroe que me fuera a rescatar.

Me di cuenta de cómo era que funcionaba ese grupo ahora. Lucio había ideado hasta el más mínimo detalle de cómo me poseerían ese día, siempre cuidando de no llamar demasiado la atención, y así no ser descubiertos. Y Ricky, quien tenía la autoridad real sobre los demás, se aseguraría de que todos respetaran lo pactado. Sin ellos dos, los otros se estarían peleando por ser quien me cogería al primero. Entonces se armaría una trifulca y todo terminaría antes de empezar, cosa que de hecho, me beneficiaría. Pero en fin…

                Agarré la ropa íntima, desde la parte que cubría las caderas, y la elevé, como hacen esas chicas en las peleas de boxeo, paseando por todo el ring con un cartel que indica el raund que va a comenzar. La verdad es que era una prenda común y corriente, nada que ver con las tangas diminutas que suelo usar cuando de verdad quiero estar con alguien. Ese acto tan simple sacó suspiros a los adolescentes presentes. Así de fácil es excitar a los hombres.

                Por lo visto la prenda solo estaba húmeda del lado de adentro, así que por el momento no se dieron cuenta de la reacción que estaba teniendo mi cuerpo ante ese padecimiento.

                —Ahora entregue esa prenda a alguno de nosotros. A quien usted quiera —dijo Lucio.

                A pesar de que las palabras sonaron con total claridad, no podía reaccionar. Lo que me pedía era insólito, y no le encontraba el sentido.

                —Vamos puta ¿Hace falta que siempre te tengamos que apurar? —se quejó Gonzalo.

                —Cinco segundos —amenazó Lucio, con la mano dispuesta a dar clic en la notebook.

Doblé la prenda, asegurándome de que la parte húmeda quedara oculta. Miré a todos, tratando de pensar a quién debía entregársela. Me di cuenta de que fingían mostrar desinterés, pero era obvio que ese juego tenía algún objetivo.

                Caminé lentamente por los pasillos del aula, como solía hacer en una clase normal. Pero esa jornada escolar distaba mucho de ser normal. Incluso en los momentos más oscuros de mi enfermedad, incluso cuando ya me había acostado con Ernesto en mi casa, y con el profesor Hugo en su oficina, nunca hubiera imaginado que me iba a encontrar ahí, encerrada entre cuatro paredes, con ocho alumnos a punto de poseerme, a apenas centímetros del pasillo por donde a cada rato se escuchaba pasar a algún alumno que llegaba tarde a clases, o a otro que pasaba al baño.

Pensé que alguno me iba a pellizcar el trasero, pero nadie quería salirse de lo que fuera que habían planeado, según me pareció. Aún no tenía en claro qué significaría para ellos el hecho de ser elegidos por mí para recibir mi braga, pero cuando vi el brillo en los ojos de Gonzalo, cuando pasé a su lado, decidí que él no sería quien recibiría esa prenda íntima. Finalmente decidí entregársela a Juan Carlos, quien miró a los demás con orgullo. Las dudas y la culpa que había mostrado hacía un rato ya desaparecieron, por lo visto. Estrechó mi bombacha en su mano, como si hubiera recibido un tesoro. Se la quedó mirando un rato, y después se la guardó en el bolsillo.

Comentarios

Los comentarios de los lectores sobre la novela: MADRE (Secretos)