Por lo visto no me iba a escapar de sus jueguitos tan fácilmente. Gonzalo se puso detrás de mí, me agarró de la cintura, y empujó mi cuerpo hacia atrás. Sentí la potente erección que tenía. Me pregunté si, en caso de que alguien entrara, serían capaces ocultar esas erecciones. De nada valdría todo lo que hiciéramos para disimular, si había tantas vergas erectas a la vista al mismo tiempo.
Leonardo se arrimó a mí por delante, también haciéndome sentir su falo tieso. Me estaban apretando desde ambos lados, como si fuera un sándwich.
Gonzalo me pellizcó las nalgas con violencia.
—Yo había elegido la cara porque me la quería comer a besos —dijo Gonzalo, desilusionado—. Mirá lo que es esa carita. Esta boquita, estos ojos grandes. Una muñequita la profe.
—Bueno, pero sigamos el plan. Todavía hay tiempo. No creo que nos vayamos sin acabar —dijo Leonardo, frotando su verga sobre mi—. Además, ¿te gustaría comerle la boca aunque todavía tenga sabor a la leche de Juan Carlos? —dijo después.
—Es que no había pensado en eso.
—Bueno, igual esa boquita es muy tentadora —dijo Leonardo, agarrándome del mentón.
—No seas asqueroso —dijo Gonzalo.
—De verdad es muy linda la profe. Pobre Lucas —comentó Leonardo, quien estaba hablando más de lo que había hablado en todo el año.
—A él no lo nombres —Le aclaré, furiosa.
Entonces ambos arrimaron sus bocas a cada uno de los costados de mi rostro. Las lenguas no tardaron en chupar mis orejas. Leonardo succionaba y mordisqueaba el lóbulo. Pero Gonzalo metía su lengua en el agujero, y la frotaba con fruición, como si quisiera penetrarme con ella. Las manos de los chicos parecían estar en todos lados. En un momento estaban en mis muslos, y al siguiente se metían por debajo del chaleco de lana para magrear mis tetas, o por debajo de la pollera, para sentir mi trasero desnudo. Los masajes linguales me producían un cosquilleo excitante. No pude evitar sonreír mientras esas extremidades babeantes se frotaban en mis orejas, dejándolas llenas de saliva.
—No le arruguen la ropa —Avisó Lucio. Miró a Ricky, como para que el líder del grupo pusiera orden. Pero el otro, por esta vez, no dijo nada.
Los pendejos siguieron comiéndome la oreja. Sus vergas se frotaban cada vez con más intensidad en mi cuerpo, casi de manera violenta. Me sorprendía mucho que pudieran controlarse hasta ese punto. Pero no tardé en darme cuenta de que, de hecho, no podrían hacerlo. No pasaron más de dos o tres minutos hasta que Gonzalo ya no pudo con su genio.
—Me la voy a coger —Dijo, empujándome contra la pared, separándome de Leonardo, que ahora nos observaba, decepcionado, aunque no parecía dispuesto a hacer nada.
Me agarró de la muñeca y me hizo girar. Quedé con la cara pegada a la pared. Sentí cómo me levantaba la pollera.
—¡Ey, Gonzalo, calmate boludo! —dijo Ricky—. Vas a cagarnos el día.
—Pero si está entregada. ¿Por qué voy a esperar? —preguntó Gonzalo.
—Entonces yo también quiero cogérmela —dijo Leonardo.
—Después de mí —le prometió Gonzalo.
—¿Y si lo hacemos juntos?
—No sean ansiosos, dijimos que hoy no la íbamos a coger, para no hacer ruido —dijo Ricky.
Lo hice a toda velocidad, y tiré el pañuelo en el tacho de basura.
Leonardo había vuelto a su asiento, al igual que Enzo, que ese día había elegido convenientemente uno de los asientos de adelante. Gonzalo se puso al lado del pizarrón. Se acomodó la verga, apretándola con el calzoncillo para que no sea tan obvia la erección, y agarró la tiza, fingiendo que estaba escribiendo en él. De verdad lo tenían todo ensayado. Incluso los que no pertenecían al grupo del fondo sabían muy bien lo que tenían que hacer. Seguramente las dos horas anteriores no habían tenido clase de literatura, debido a tantas faltas, y Lucio y los demás habían tenido tiempo de sobra no solo para convencerlos de unirse, sino para explicarles paso a paso el plan. Se habían decidido a cumplir la fantasía de follar a su profesora en el mismo salón donde daba las clases, y se habían tomado todas las precauciones para evitar tener problemas. O mejor dicho, había sido Lucio el que había pensado en todo eso, y los otros, con la experiencia que habían tenido en mi casa, vieron una oportunidad que no podían desperdiciar.
—Adelante —dije.
La puerta se abrió, y entró el profesor Hugo.
—Profesora Cassini —dijo, con el gesto de viejo baboso de siempre.
Una idea terrible se me cruzó por la cabeza. Él también estaba metido en ese complot. Después de todo, Alumnoperverso sabía muy bien de su existencia y de todo lo que había pasado entre nosotros.
—Qué hacés acá —le pregunté, con el ceño fruncido.
Abrió bien grandes los ojos, asombrado.
—Lamento interrumpir su clase profe ¿Tendrá un minuto para este humilde colega? —preguntó.
Los chicos soltaron risitas reprimidas. Me sentí una idiota. Pero viéndolo ahora, mi reacción no estuvo del todo injustificada. Estaba pasando por cosas tan anormales, que no hubiera sido raro que el profe de educación física haya ido a ese salón para sumarse a la fiestita que había en él.
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