MADRE (Secretos) romance Capítulo 7

Como sucede con toda adicción, lo ideal sería mantenerme alejada de mi vicio. Así como un alcohólico no debería frecuentar ningún lugar donde hubiera alcohol, lo ideal sería que yo no frecuentara sitios donde había vergas. Pero eso era imposible. No obstante, era necesario continuar con la abstinencia. Había llegado a un punto en el que no lograba construir vínculos afectivos sólidos, porque antes de lograrlo, salía a la luz mi personalidad voraz y desinhibida.  Todos mis amantes, de una manera u otra, me consideraban poco más que una puta, papel que yo misma terminé asumiendo. Los que parecían sentir un afecto sincero, no tardaban en llegar a la conclusión de que era alguien perfecta para gozar, pero pésima para enamorarse. Pero gracias a mi terapeuta, había decidido ponerle punto final a ese círculo vicioso. Realmente no era fácil, y ahora iba a serlo menos aun.

                En mi primer día en la escuela de mi hijo, ya tuve dos situaciones que me hicieron temblar de nervios.

                Entre mis nuevos colegas, se destaca el profesor Hugo, un cuarentón de risos rubios, ojos celestes, barba de varios días, y panza cervecera. Lo vi por primera vez cuando, camino a la sala de profesores, pasé por el patio que era utilizado para hacer educación física. Él se dio vuelta a mirarme. Vestía un conjunto deportivo, y el silbato colaba en su pecho, y les daba órdenes a los gritos a los chicos, que hacían flexiones en el piso. Por apenas un instante vi en su semblante el gesto que hace la mayoría de los hombres cuando se encuentran con una mujer atractiva por la calle. Ese gesto de sonrisa bobina, en el que parece que la baba está a punto de salirse por la comisura de sus labios, mientras que sus ojos parecen los de un borracho, chiquillos y maliciosos. Pero enseguida lo disfrazó con una sonrisa más natural, una que se le da a una colega, para luego saludarme con un movimiento de cabeza.

                Lo cierto es que no bastó más que eso para sentir un estremecimiento en mi entrepierna, que luego contagió a todo el cuerpo.

                En la sala de profesores estaba la profesora María Fernanda Bustamante, una gordita simpática que me había enseñado cómo eran las cosas en esa institución. No me voy a detener en las pujas de poderes, y en los enredos sentimentales que, según ella, había en el colegio. Pero es de esas personas que, salvo por el hecho de que disfruta mucho del chisme, te hacen la vida un poco más fácil.

                Yo debía hacer tiempo, para ir al aula donde dictaría la primera clase en el curso donde asistía mi propio hijo. Estaba nerviosa. Trataba de decirme que no debería ser algo diferente a las otras clases en las que por cierto me había ido bastante bien. Pero de todas formas, tenía ciertos temores.

— Tranquila, va a estar todo bien —me dijo María Fernanda, notando mi estado de ánimo.

                Entonces el profesor Hugo entró a la sala.

— Hugo Roca, mucho gusto —dijo, extendiendo su mano.

                Yo se la estreché. Sus dedos me apretaban con firmeza. Sin lastimarme, claro, pero ejercía una fuerza que me pareció innecesaria, era como si quisiera transmitirme cierta intensidad varonil que en ese momento él mismo sentía.

— Delfina Cassini — dije.

— Italiana —comentó él, soltando por fin mi mano.

 — Argentina —aclaré—. La familia de mi padre es italiana.

                El profesor Hugo pareció avergonzado. Quizás había sido algo dura con él, al poner en evidencia la torpeza de su comentario. En Argentina había miles de familias descendientes de italianos. Era obvio que él estaba al tanto de eso, sólo lo había dicho por decirlo.

— Profe, dejó a los salvajes solos. ¿No sabemos ya que eso es muy arriesgado? —dijo María Fernanda, y luego, dirigiéndose a mí, aclaró—. Antes de ayer se agarraron a trompadas dos de los chicos.

— Qué horror —comenté, asustada. La verdad es que había dado por sentado que en esa escuela no sucedían esa clase de cosas.

— Esas peleas sirven para formar el carácter —opinó Hugo—. Mientras sean mano a mano, sin usar armas, y sin que nadie más se meta, por mí, que se peleen todos los días. Muchas cosas se solucionan más rápidamente con un par de trompadas.

— Usted profesor, quizá nació en una época equivocada —comentó María Fernanda— Debería haber nacido en los tiempos de los gladiadores.

                No pude evitar soltar una risita.

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