MADRE (Secretos) romance Capítulo 8

                Apenas lo vi, sentado en el fondo del salón, con las piernas extendidas, como si estuviera en el living de su casa mirando el televisor, con su mirada soberbia, me di cuenta de que era una especie de líder para el resto de los chicos. Un líder negativo, pero líder al fin. Tampoco me cabían dudas de que era un chico descarado que gustaba de meterse en problemas, y no tardé en comprobar que tenía Razón.

                Ricardo Luna, se llama el mocoso atrevido. Ricky, para las chicas lindas como usted, se había atrevido a decirme en medio de la clase, y en las narices de mi hijo, quien sólo atinó a encogerse en su asiento, el pobre, como si quisiera que la tierra lo tragara.

                Estaba más que claro que debía poner un alto a esa confianza de la que hacía gala, así que decidí llamar su atención cuando terminara la clase. Pero para eso faltaba bastante, así que seguí con mi tarea. No pude evitar sentirme perseguida cuando veía que Ricky susurraba cosas con sus compañeros de banco, para luego volver a mirarme y reír con descaro. Me preguntaba qué estarían diciendo. Pero parar la clase sólo por eso, me parecía muy exagerado.

                Sin embargo, la incomodidad aumentó cuando noté que ahora el chico me miraba de forma intensa. De una forma en la que solamente suelen mirarme los hombres de mi edad. Pero desde hacía poco descubrí que los jóvenes como él también albergaban deseos por mujeres de mi edad, cosa que me inquietaba muchísimo. Y eso que creí haberme vestido de manera tal que no iba a llamar la atención de nadie. Sin embargo, evidentemente me había equivocado. Desde un primer momento había captado la atención del profe Hugo, y de algunos de sus sudorosos alumnos. Y ahora Ricky me miraba con un hambre que resultaba totalmente desubicado en el contexto de una escuela.

                Cuando, al terminar la clase, los alumnos empezaron a salir del aula, le pedí a Ricky que se quedara un rato.

— Me parece que empezamos con el pie izquierdo, señor Luna —dije, desde mi asiento.

                Él estaba parado, al otro lado del escritorio que nos separaba. Es un chico alto, y corpulento. Se nota que hace deporte. Su rostro es alargado, pero fuera de ese rasgo poco atractivo, no me cabían dudas de que no le costaba mucho hacer que sus compañeritas se levantaran las polleras y se bajaran las bragas. A esa edad, los chicos descarados como él me resultaban irresistibles. Pero ahora tenía treinta y cuatro años, y era su profesora, por lo que no debía ser indulgente con él sólo porque aún recordaba ciertos gustos de aquella Delfina adolescente.

— No debería decir cosas como las que dijo, a una profesora, frente a toda la clase —dije, y sin dejar que me interrumpiera, proseguí—. No es que haya cometido una falta grave, pero así se empieza. Si respeta los límites, nos vamos a llevar bien —dije, esperando a que con eso sea suficiente. Tuve mucho cuidado de tratarlo de usted, aunque me costaba hacerlo. No tenía la costumbre de tratar de manera tan formal a los chicos de su edad, y de hecho, había pensado en permitir que me tuteen. Pero esa era una ocasión especial. La reprimenda ameritaba un trato más distante.

— Perdón profe, sé que no le gustó que le preguntara su edad, pero es que me dio mucha curiosidad —explicó él.

— No es sólo la cuestión de mi edad. Más bien fue la manera en que la preguntó. Es evidente que lo hizo para incomodar a mi hijo. Y eso no lo voy a permitir, no porque se trate de él, sino que no voy a permitir que haya ningún tipo de abuso entre compañeros. Además, no fue la única impertinencia que dijo.

— ¿En serio? —preguntó él, sinceramente confundido—. No recuerdo haber dicho nada más que eso.

— “Ricky, para las chicas lindas como usted” —dije, repitiendo las palabras que él había pronunciado hacía poco más de una hora—. ¿Acaso se olvidó que está en una escuela, y que yo le doblo la edad? Esos comentarios no me parecen nada graciosos.

— Pero si no lo dije en chiste —retrucó el astuto chico—. Creo que es la profesora más bonita que he tenido en mi vida.

— Es importante que sepa guardarse esos comentarios cuando estamos en clase —respondí.

— ¿Es decir, que ahora sí puedo decirle que es muy linda?

— Señor Luna, me está haciendo perder la paciencia.

— No se enoje, esta vez sí estaba bromeando —dijo él—. Aunque…

— ¿Ya me puedo ir? —preguntó él.

— Sí, pero necesito que me diga que entendió lo que le dije, y que no se volverá a repetir.

— Claro —respondió él, lacónico, y me dejó sola en el aula.

                Me puse de pie, sintiendo, no por primera vez, mi cuerpo tembloroso. Mi hijo me esperaba en el pasillo de afuera, totalmente ajeno al nerviosismo que sentía en ese momento. Le aseguré que estaba todo bien, y di a entender que la plática con su compañero había sido fructífera, pero lo cierto era que sentía que lo que le había dicho a Ricky le había entrado por un oído y salido por el otro, mientras que las palabras que él pronunció me habían dejado perturbada.

                Volvimos a casa. Le dije a mi hijo que pidiera algo para comer. Enseguida me encerré en mi habitación. Saqué de un cajón un consolador. Me levanté la pollera, me bajé la braga, que, como suponía, estaba empapada, y me penetré con él.

                ¿Cuánto podría tardar en caer en las lujuriosas intenciones del profesor Hugo? Recordé su barba de un par de días sin afeitar, sus ojos claros, su galantería, su mirada libidinosa. Metí los dedos en mi boca, llenándolos de saliva, y mientras me introducía una y otra vez el dildo, que se resbalaba fácilmente por mi húmedo sexo, comencé a masajear el clítoris. Me imaginé siendo poseída por él, quizás en su auto, quizás en un hotel cercano a la escuela, o quizás en la misma escuela, en algún cuarto vacío que aún no conocía, mientras su esposa cocinaba algo para él en su hogar. En mi reciente pasado había hecho cosas más locas que cogerme a un profesor en la escuela donde trabajaba, así que no era impensable que eso pasara. Pero no, no podía ocurrir. Había decidido desviarme de ese camino de autodestrucción que transité durante años. Ya no construiría relaciones únicamente en base a mi aspecto físico, o a lo buena que era en la cama. Ya sabía cómo terminaba todo eso. Yo tildada de puta por todos, y sumida en la absoluta soledad. Sin embargo no podía de dejar de pensar en mi colega, que además estaba casado, penetrándome con salvajismo. Ya había tenido mi ración de hombres casados, y no me había ido nada bien. Normalmente se quedaban con sus mujeres, y estas lo obligaban a que develaran quién era esa zorra por las que estuvieron a punto de abandonar a una familia. Y entonces recibía llamadas amenazantes, y en el peor de los casos, como me había sucedido con la esposa de Eduardo, mi exjefe, me propinaban una paliza. Todavía recuerdo esa tarde, en la que estaba en la fotocopiadora, cuando, sin previo aviso, sentí que alguien me tironeaba de los pelos, para derribarme, y hacerme caer al suelo. Y después escuché los insultos, y los golpees, que gracias a uno de los empleados, que la separó de mí, dejaron apenas marcas en mi rostro. Marcas que había podido disimular con maquillaje, y así ocultárselas a mi hijo.

                Pero el miedo había sido intenso, y ese fue el detonante definitivo para que me diera cuenta de que debía cambiar mi forma de vivir.

                Pero me estoy yendo por las ramas de nuevo. No podía tener nada con Hugo, pero ahí estaba, jadeante, enterrándome ese falo de silicona, y frotando frenéticamente mi clítoris, con movimientos circulares, mientras sentía cómo una excitación oscura y ardiente recorría todo mi cuerpo. Pero entonces sucedió algo que no tenía previsto.

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